martes, 11 de noviembre de 2008


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Los sofistas y la retórica
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Cuando en el siglo VII a. C. apareció la polis griega, la ciudad-estado, asimismo se creó la cultura incentivada –por mecenazgo- y protegida ya por una “intelectualidad”: la cultura policéntrica.
En el corazón de cada ciudad vivían los ciudadanos para una instrucción que no era exclusivamente la de la guerra porque, en ese contexto, trabajaban además para dar un esplendor organizativo –de convivencia- utilizando los beneficios económicos que les llegaban de la colonización.

La ciudad-estado garantizaba, sin duda, una estabilidad para que la cultura se sujetara, al fin, en una ocupación diaria de aprender, o sea, en la vocación, en esa tendenciosa forma de vivir para que trascendieran los conocimientos. Por medio del proselitismo, por medio de la “escuela”, por medio de la instauración de grupos se celebraba una particular transmisión de valores religiosos, éticos y políticos significativos para el futuro.

Sin embargo, lo más importante -en ese contexto- era que la actividad conjunta de todas estas escuelas incidía en la sociedad a modo de catarsis, a modo de “abrirse” intelectualmente despertando de seguida actitudes críticas, al contrastarse las diferentes posturas que prodigaban más o menos retoricismos o demagogias o superficialidades en torno a la acción mítica sobre los seres humanos.

Entre los siglos V-IV a. C. se produjo en Atenas el mayor mecenazgo de unos “profesores itinerantes”, de unos profesores-filósofos que ocupaban las plazas o el medio público para llamar la atención (porque el saber siempre debe llamar la atención; de hecho, es una llamada para que se atienda al conocimiento) o convencer a los demás con sutilezas retóricas –gracias a la erudición- de aprendizajes o de valores que consideraban imprescindibles para el espíritu de la democracia o para la cultura ateniense.
Los había de todas las intenciones y, de ahí, el motivo que hasta hoy se les infravalore a los sofistas como meros “charlatanes” con escasa argumentación sólida; aun cuando animaban la actividad intelectual de su pueblo.

El sofismo, hoy en día, está cargado prejuzgadamente de connotaciones antifilosóficas; y es cierto, sí, pero sólo en parte.
El caso es que, la retórica o el a veces desmesurado montaje dialéctico de esos asalariados eruditos, sólo era una estrategia para influir a una conciencia o crítica comunitaria en pos de que se movilizara en una dirección u otra realzando, así, la tan necesaria dinámica política.
Eso, en efecto, ha permitido que, en política, cada cual tenga derecho a su verborrea más o menos convincente porque sea aprobada o no por una mayoría; eso, el que por lo menos sea lícito el hacerlo y el que las mentiras, subyacentes siempre en cualquier sociedad, sean ya expuestas o exhibidas ante los ojos críticos de todos, librándose ahí del miedo y de la hipocresía que conlleva.

Ellos, los sofistas se mostraban a menudo como esos bufones dispuestos a distender un ambiente cohibido aunque, a decir verdad, muchos eran ya charlatanes de puro sin-remedio por los tópicos que no eran capaces de superar contra sus ignorancias. Algo que sí lo pudo lograr un eclecticismo posterior o tras “lo verosímil aristotélico”.

Es muy preciso señalar, con el objeto de que no siga una pertinaz confusión, que Sócrates se guió por una forma de pensar totalmente diferente, más individual y autocrítico, que nada tiene que ver con la naturaleza ampliamente sofista aunque, sí, por supuesto, quería influir de la misma manera itinerante o pública a los jóvenes de Atenas.
Pero, él, veneraba ya un código de conducta, carente de vanagloria o pedantería, además de que sostenía en su argumentación un método racional en donde no todo era válido, y en donde se contaba con la posibilidad de una contra-argumentación del otro, esto es, que podía por lo menos rebatirlo y... lo aceptaba.

Sócrates nunca se creyó un poseedor de la verdad, sino que buscaba la verdad a través del conocimiento; en cuanto a que nadie posee la verdad, solamente se llena de verdad –inevitablemente- defendiendo y construyendo, no con pocos esfuerzos, una coherencia sobre los conocimientos que busca y acepta o no de acuerdo a lo que existe. Sócrates, por ello, se enfrentó a los sofistas y les reprochó tanto la vacuidad de sus argumentos que seguían “de unos a otros” como la ostentación o el enriquecimiento que alcanzaban con sus misiones “didácticas”. Su pensamiento, o su integridad, estaba por encima de cualquier etiqueta.



Nota:
El ser humano sólo alcanza las verdades que puede alcanzar (los millones de detalles que significaron "la revolución francesa" no, nunca, ni los kilos de hierba que comieron los dinosaurios).
En cuestión, sí, depende de una concreción, de cuál verdad en concreto queremos saber y, entonces, atendemos a una búsqueda delimitada; por ejemplo, de si existieron los dinosaurios o no (y ahí ya no caben mitos, de ninguna manera, pues existe la probación sobre eso).
Desde luego, los mitos existen en la Historia al igual que todo (la manipulación, la censura, el humor, etc.) y, porque está todo lo que el ser humano implica, niega o puede hacer, hay que distinguirlo, separar unas cosas de otras.
Así es, un médico no puede considerar o incluir en el historial médico de un enfermo que "le gustan las películas de acción"; digamos claramente que, en coherencia, se remite a lo que es racional de acuerdo con la verdad en el ámbito de la salud.
Los hechos que se cuentan históricamente pueden ir adornados de mitología, sobre todo los personajes; pero otra cosa es la probación de un hecho, de si existió o no el genocidio nazi por ejemplo. Y ahí no caben mitos, es una probación (verdad) de si existió o no.
Una cosa es el mero relato o crónica -que todo el mundo lo sabe hacer y, casi siempre, a su favor- y otra muy diferente lo probatorio sobre nuestro pasado, lo que se respalda con pruebas.
Pues así es todo, hay que saber qué verdad se busca; y luego buscarla.
Galileo no se encontró la verdad de "la Tierra gira" entre las manos o debajo de la cama, sino la buscó, es decir, se interesó por la verdad emplazándola en su quehacer diario.







LA COSTUMBRE EMPÍRICA DE HUME


Considera David Hume que todo aviene al suceso no para comprenderlo en plenitud -o para saber de él- sino para sucederlo, por pura experimentación y, racionalmente, como costumbre.

La costumbre nos hace "inferir" la existencia de un objeto a partir de otro al cual se encuentra conectado o al cual tiene una relación en la “contigüidad” de tiempo y lugar, en la “prioridad” de un movimiento como causa manifestándose eso, a su vez, mediante una “conjunción constante”.
Así, aunque la razón advierta la causa, en cambio en adelante sin más condición nos hará inferir un mismo efecto por siempre, por costumbre para que el entendimiento se anticipe a cualquier otra experiencia.
Es, pues, la costumbre - como entendida por Hume- lo que nos hace suponer que algo va a ser siempre de tal determinada manera, o sea, así como sucede y, por ello, dar por sentado que el futuro es conformable al pasado.

Es cierto, sí, que todo puede considerarse sin más como costumbre (las estrellas tienen la costumbre de ser energía, los seres vivos la costumbre de morirse, etc.) pero, la costumbre, no es pasividad en donde la introspección o la voluntad no cuenten.
De hecho, cualquier ser vivo conoce para “conocer más”, así es, y no se parte de un “entendimiento en plenitud” –de una absorción de toda la realidad, algo muy criticado por mí-, lo que significa que lo que sucede “ya es” como “realidad hecha” más que como un determinante inamovible de lo que luego vaya a ocurrir; porque el ser vivo adapta sus conocimientos para asumir o concebir “lo nuevo”, los imprevistos –no es un crédulo para seguir un cierto automatismo establecido de obediencia ante el futuro, es decir también maneja su abanico de posibilidades, su susceptibilidad racional ante lo que venga-(1).

Por eso, la costumbre es tan racional que conserva lo conocido –porque no se olvide-: todo proceso posee su historia por seguir siendo proceso o, bien, se alimenta la continuidad de lo pasado.
Esto es fácil de entender, claro, el conocimiento ha de ser obligatoriamente una retroalimentación para que se conduzca en conformidad a la realidad que asimismo lo hace; en este sentido todo desarrollo es coherente consigo mismo al llegar a “un presente”. Lo que pasa es que un desarrollo traslada o proyecta lo que tiene (“lo dado” o “lo tenido”) ante lo que le transcurre en ese instante y ante lo que afrontará en un tiempo posterior; ¡ah!, pero no puede prescindir de lo que tiene, pues, ya es realidad y ya ha sido “de hechos”.

Otro asunto es la costumbre en el contexto cultural, en el cual diferentes intereses o privilegios tienden a ser sobreprotegidos a través de leyes, de normas atávicas, de dogmas o de mitos.
En efecto, aquí la costumbre evita en parte una evolución racional –o de ética racional-, en cuanto a que es utilizada para servir a unos y a otros no.

Cierto es, muchos dirigentes de una sociedad inculcan de una manera prioritaria sólo la condescendencia hacia ellos y se escudan por el respeto a las reglas que a ellos les constituye condiciones de privilegio.

En cuestión, sí, la costumbre no contrarresta lo esencial porque, aunque exista una en particular que es forzada por unos poderes oligárquicos para sus propios beneficios, por lo general el ser humano también tiene costumbre de rectificar, de aprender de sus errores –que eso es precisamente el conocimiento- y se habitúa con ello –sin remedio- a evolucionar.

Es un error lo de “El hábito me determina a esperar lo mismo para el futuro” que postula Hume; el hábito, de entrada, nos mejora, nos mejora para comprender o reconocer nuestro entorno, en la asimilación del hábito natural –el de la naturaleza- sobre todo.

En la naturaleza, lo habitual es lo preferente por razón de que, en el fondo, tal postura o propiedad existencial rige un orden, rige lo ordenado porque infiera en existencia; conforme a que el caos o el desorden no lo dispensa, no dispensa un orden o ciclo existencial (2).

Nuestra mente se habitúa a guardar conocimientos, es así, y es imposible lo contrario si quiere conocer la realidad; pues, una célula prebiótica –por ejemplo- no puede habituarse a este presente real, a éste, tan sólo a lo que está en continuidad cognoscitiva con ella, o tan sólo a lo que atiende a su orden e, inevitablemente, tal orden no es de modo alguno esquivable por un ser vivo, sino es en gran parte ya cognición y en otra cognoscible en cuanto queda vinculado a un desarrollo.

Hume se obsesiona en que el futuro es improbable racionalmente (el futuro no es que sea probable o improbable, sino que es algo aún no-hecho, aún no experimentado para que sea abordado plenamente por la razón); bueno, quizás quisiera él tenerlo como cierto, ya real, ya determinado como el presente (el futuro es la indeterminación frente al pasado y al presente y, si fuera determinado, todo -hacia lo mismo- estaría determinado), pero eso conllevaría al fijismo que no permite nada, al extremo mismo de la no experimentación (la no-experiencia, estar fuera de sí, de la realidad que transcurre).
Mejor aclarado: conocer es comportar lo que va sucediendo, lo que está o está dado o lo que “ya ha venido”, no viene todo de golpe o… no está todo transcurrido.

Por lo tanto, es inviable un conocer sin que transcurra la realidad, y aún menos un saber sobre una monorrítmica realidad -que acabaría por anularse al no proporcionar una capacidad de interacciones suficientemente diferentes-.
Al conocer “per se” le son inherentes los hechos sucesivos, le es inherente el suceder continuo -¿cómo concebir un suceder discontinuo o involutivo(3)?- y, por consiguiente, es una cohesión en suma, un resultado en donde los elementos “se han conocido”, “se han entendido suficientemente”, se han reconocido unos a otros.


He ahí la importancia que doy a la coherencia en virtud de que a la misma realidad le es, de hecho, sumamente esencial.


(1) Una primera célula “no conoce” que va a participar como molécula, pero luego lo conocerá.
(2) En la naturaleza algo se ordena habitualmente de tal o cual manera, predisponiendo esta capacidad unas leyes reales o propias de la realidad que transcurre.
(3) Pues sería una evolución caótica, sin orden, sin progreso, sin conformación de algo interaccionado; en realidad no sería nada, antiexistencia.

Nota:
Hay que tener cierto cuidado al hablar de "costumbre": Tú estás acostumbrado a algo porque, sobre todo, tú te dejas acostumbrar (es decir, pones de ti, es eso voluntarioso). Sin embargo, fuera del contexto humano, la costumbre no viene -en cierta manera- al caso o... tendría otro significado, otro concepto.




José Repiso Moyano

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